Tenía un asunto pendiente. No me gusta tenerlos. Los siento como ojos que miran detrás de mi cabeza.
Y así sentía ésto, como un gran peso. Debía una visita. Siempre había un pretexto para no ir. Los niños, el trabajo, las ocupaciones. Hasta la falta de estacionamiento en reforma.
Lo cierto es que lo había pospuesto porque me duele todavía. Me duele pensar en la vida de mi amiga que terminó mucho antes de lo que debía. Me duele imaginarme como estaría ahora a sus casi cuarenta años. Me duele que mis hijos no la conocieran. Me duele todo lo que le faltó por hacer y todo lo que me faltó decirle.
Casi 10 años han pasado y por fin regresé. Había seguido el camino de esta colección que lleva su nombre y que tiene la edad de mi hija, pero no la había visitado. Lo hice el domingo.
Me di cuenta que el tiempo cambia lo circunstancial y lo superfluo. No lo esencial. Los cuadros de Remedios (así me refiero a ella, con su primer nombre, como lo hacía Isabel) siguen moviendo en mí algo que no puedo traducir en palabras. Así me sucedió desde la primera vez que vi "El alquimista" colgado sobre la misma pared en que descansaba el piano que mi amiga tocaba con sus lindas manos, de las cuales estaba un poco envanecida.
La generosidad de sus padre al explicarle a un montón de adolescentes hormonales la obra de Remedios, es algo de lo esencial que me conmueve a pesar de todos los años que han pasado. La misma generosidad que demostró al donar parte de la obra de Remedios al Museo de Arte Moderno para que el mundo se fascine con sus pinturas igual que me pasó a mí hace más de 20 años.
Y como lo esencial no cambia, a veces el afecto permanece intacto. El mismo que compartí con una Isabel adolescente y llena de sueños, ansiosa por comenzar su vida. El intercambio intelectual de dos colegas. Pero sobre todo, el cariño de una amiga incondicional.
Diez años después regresé. Y su nombre escrito llenó mis ojos de lágrimas. Como el primer día de su ausencia.
Testimonio de la visita que débía
El nombre de Isabel en el párrafo de enmedio