viernes, 15 de febrero de 2008

Las voces de mi parque

Lentamente abro la puerta cobriza de metal pesado y grueso, herencia de los anteriores dueños de la casa. Nunca me gustó esa puerta. Sin embargo, no me atrevo a cambiarla porque inevitablemente me recuerda su impacto inicial y el mundo que descubrí la primera vez que atravesé su umbral.
La urgencia de los niños apresura mi movimiento. Empujo para abrirla (es muy pesada y se atora en el piso) y después de dos fuertes golpes, da de sí.
El parque se extiende ante mí como una gran masa de colores amarillos y ocres. Cuando lo conocí, sus colores eran distintos: verde en el pasto y las hojas de los pinos y negro en las orillas. En ese momento, la larga hierba me recordó a un muchacho rebelde que no quiere cortar su extensa cabellera, y que, cuando lo hace, vuelve a crecer casi de inmediato. ‘Mi parque es un adolescente’ pensé en aquel entonces sin sospechar que ese lugar se convertiría en muchas personas más.
Los niños parten a sus rincones favoritos: Paulina corre a la barda con las flores en forma de arete; Gerardo, con pelota en mano, se dirige a la cancha de baloncesto. El parque es suyo también. Suyo para jugar y pelear. Suyo para demandar mi mirada y aprobación con un gesto ensayado toda la vida. Es nuestro para perdernos y encontrarnos.

Acomodada en la desvencijada banca verde en la que suelo sentarme y a la que he decretado mía con una posesividad casi infantil, el viento revuelve mi pelo y altera el improvisado orden que le di antes de salir. Con una especie de radar interno trato de encontrar a los niños. Están en la orilla del parque, donde el pasto crece más grande, junto a la reja negra. Hershey, mi labrador chocolate, los pastorea al tiempo que encuentra una botella de refresco que dejó tirada alguno de los muchachos que jugaban fútbol unos minutos antes. Corre con la botella ignorando los llamados de los niños que le gritan para que recoja su pelota.
Alrededor de la banca que tiene mi forma, se encuentran pilas de hojas secas. Es muy probable que el dueño de la casa que da a esa parte del parque (al que seguramente no le gusta que me haya adueñado de la banca) hizo esos montones para recogerlos después. Me gusta pisarlos antes de sentarme. Imagino que me dan la bienvenida con el crujiente gemido que emiten al aplastarlos, como un amante frente al beso anhelado. Por un momento me invade el impulso de revolcarme en ellos. Me detengo, sin embargo. Imagino que ese parque viejo, disfrazado de ocre, cuyos árboles huelen a madera agria, me desaprueba desde los follajes amarillos y resecos, como un abuelo regañón que se enoja con el ruido de la risa.
Los niños se acercan desde el extremo de nuestro gran parque donde dibujaban claves secretas en el la banqueta. Traen ramas secas en las manos que les quedaron negras después de jugar con los restos de la fogata que los scouts hicieron el sábado pasado en el extremo izquierdo de la barda blanca llena de graffiti. Hershey los sigue sin soltar su botella casi destrozada a estas alturas. Quieren construir una casa para que duerman las palomas. Hace mucho frío en las noches. Mis niños son arquitectos de los sueños de las palomas. Las que ensucian el parque y que llenan las canastas de baloncesto, las porterías y los árboles con la dureza de sus excrementos.
Hershey, los niños y yo llevamos una parte del parque de regreso a la casa. Cargamos la hierba seca y amarilla adherida a nuestros zapatos, a nuestra ropa. Como si el parque-abuelo quisiera que lo recordemos aún cuando no estamos ahí. Como si peleara el olvido del frío y la resequedad dejando un poco de sí en mi familia. Es viejo. Necesita contar su historia. Lo hace a través de hierbajos inútiles que el viento se lleva al sacudirlos. ¡Qué triste parece en su grandeza este parque solitario! No hay niños que lo despierten con su risa y sus juegos. No hay parejas que lo calienten con sus furtivas caricias. Con la sutil tristeza que siempre me invade cuando lo dejo, jalo la gran puerta de metal cobrizo que se niega a cerrarse, quizá sacudida también por la nostalgia del que queda tras ella.


El trinar de los pájaros llega a mi cama a través de la humedad de la mañana. Abro lentamente los ojos que cargan una noche de insomnio. Me visto rápidamente y salgo en silencio para no despertar a los niños acurrucados y calientes en sus camas. Mi silencio no engaña a Hershey, que me mira atenta con las orejas levantadas. Casi a oscuras bajo las escaleras y atravieso la puerta del parque, con mi perra como única compañía.
El cielo es gris en este húmedo amanecer. La banqueta que rodea el parque, por donde camino a diario, se encuentra salpicada de la lluvia que cayó anoche y que otorga un extraño brillo al pasto cuando refleja la luz de los faroles todavía prendidos. Lanzo a la perra su pelota que me pide con fuertes movimientos de cola. El pasto es largo y muy verde, como cuando lo conocí. Adolescente y agitador. Hershey se pierde en él, sedienta de su tacto.
Camino rápidamente al tiempo que evito las pequeñas ramas que han caído de los árboles. Existe una sutil rebeldía en este parque. Se niega a mantenerse limpio. Su desorden me gusta, me llama. Me invita a perderme en sus caminos guardada sólo por mis pensamientos y sus ruidos. Mojarme desnuda en la hierba, perfumada en su aroma. Sin demandas que resolver. Sin refrigerios que preparar. Sin trabajos que calificar. Sin platos que lavar.
El tiempo apremia. Hershey corre por el parque. Busca la pelota que el joven parque no le dejará llevarse, como sucede siempre con las pelotas. Las atrapa y guarda en su enorme pelo, para entretenerse cuando nadie lo visita y la soledad lo abruma. A veces dejo que se las quede sin buscarlas. Me seduce lo clandestino de su conducta. Además, los jóvenes necesitan divertirse.
Entro a la casa después de dejar mi pequeño tributo. Pienso que es la época en que unos extraños bichitos se reproducen en los árboles del parque. Mis hijos los llaman wilis. En una ocasión Paulina me preguntó si podíamos tenerlos como mascotas. El parque sonrió, cómplice ante la demanda de mi hija. Quiere entrar a mí casa nuevamente. Secarse la lluvia. Reproducirse en mis pisos.
Como madre de un adolescente me resigno por ahora. El piso de mi cocina está lleno de lodo y humedad que Hershey y yo trajimos de nuestra caminata diaria.
Así son los muchachos. Todo lo ensucian.

5 comentarios:

Ana De Longa dijo...

Linda reflexión, bonitas analogías. Espero algun día tener un lugar que crezca conmigo.

Saludos!

Unknown dijo...

Hola Viviana, gracias por la visita a mi blog, que se repita.

El video lo encuentras en google videos. En buscar escribes "Documental Lacan" y ahí aparece.

Por el momento creo que solo puedes verlo por ahí, es muy recomendable. Si no lo encuentras, pues pasa por mi blog, prepara un café y listo. Altamente recomendable.

Abrazo

Unknown dijo...

AHHHH!
Me llevaste a recorrer mi antigua casa en mi rancho, la primera donde creci...Thanks@

Jimena dijo...

Las palomas en el jardín suelen ser una cosa muy amable, como una visita creo. Adoptar una paloma herida es como un buen propósito de infancia.
Por otro lado, algo pasa en los parques satelucos que la policía anda de vigilancia. Apagan las luces del parque hundido de Echegaray a las diez de la noche y vigilan a las pobres almas perdidas que andan vagando a esas horas. La naturaleza tiene efectos extraños en las personas. No se, me acordé de muchas cosas.


Que bonito post.

Edmundo Dantés dijo...

Bellisimo relato, Viviana.

Que hermosas palabras, que acogedora experiencia el sentirlas paso a paso al ir leyendo entre las hojas y los juegos de los niños. Nos transportas a un mágico lugar con tus imagenes y el viaje nos transmite algo de paz.

Muchas gracias por compartir ese secreto rincón, ese viejo parque, con nosotros los que te leemos atentamente, en silencio.

Y con una enorme sonrisa.

Saludos.